La sencillez es una de las virtudes más complicadas de este viejo mundo. Cuando uno es sencillo (en su habla, en sus actos, incluso en su poesía) corre el incómodo riesgo de ser tomado por tonto, por Babieca. Hay críticos, por ejemplo, que son propensos a elogiar solamente a aquellos poetas misteriosos, cuyas obras son comprendidas por muy pocos. Esos mismos críticos tampoco las entienden, claro, pero tienen cierta habilidad para cabalgar por fuera del misterio, haciendo de su ignorancia una forma inédita d discreción.
Si uno lee a Baldomero Fernández Moreno o a Antonio Machado, y capta la sabiduría de su sencillez, quisiera salir a abrazarlos, como si aún estuvieran estuvieran ahí, con su pluma en ristre. Cómo enseñan, cómo abren sin prejuicios las puertas de su vida y nos regalan las llaves para que abramos la nuestra. Todo mandante, ya sea el mandamás como el mandamenos, se afanan (sobre todo cuando afana) en no ser sencillo. La dificultad es su muro de contención, su bastión, su blindaje. En la sencillez, los hombres y mujeres se amparan, se comprenden, se alivian. En la complejidad, en cambio, se ven con desconfianza y con rencores. Cómo no tener en cuenta que la muerte es la cumbre de la sencillez.
Del libro -Vivir adrede- de Mario Benedetti.