03 septiembre, 2007

Rafael de Penagos. (1889-1954)

A ti, silente tiempo.

A ti, silente tiempo sin ternura,
vecino y primo hermano de la muerte.
A ti, por quien la vida se convierte
en una desmochada arquitectura.

A ti, para mi queja piedra dura,
mirada sin pupila hacia mi suerte.
A ti, voz sin sonido que me advierte
lo débil que se torna esta envoltura.

A ti, desgastador de corazones,
espada cortadora de ilusiones,
mayoral de los días y los años.

A ti, disgregador de la esperanza,
ala que, sin volar, todo lo alcanza.
A ti, sordo clamor de desengaños.
    
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A ti, mi corazón.

A ti, mi corazón, único y mío,
aliento de mi vida y desaliento,
indivisible pan de mi alimento,
medida de mi ardor y de mi frío.

A ti, de quien me fío y desconfío,
ala suprema de mi propio viento,
ángel rebelde de mi pensamiento,
cauce y agua del agua de mi río.

A ti, campo sumiso, que el arado
del tiempo va dejando desangrado,
panal de mi desgracia y mi fortuna.

A ti lo mejor mío: la esperanza,
en la cierta, total desesperanza
de ver morir las horas, una a una.

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Este es el corazón.

Este es el corazón y esta es la pena.
Por esta sangre navegó mi vida.
Aquí mi breve historia recorrida
y borrada, después, sobre la arena.

Traigo esta libertad y esta condena.
Mi esperanza: esa flor reverdecida.
Caí. Me levanté. Y en la partida
jugué de cara al viento cuando suena.

¿Qué otra declaración a la aduana?
Esa carga de versos, que ahora veo
que aliviaron mi voz cada mañana.

Y, entretanto, a esperar. Confiadamente.
Porque creo en la luz y nunca creo
que Dios se apague un día de repente.






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